Frío, hielo e indiferencia rodean a la reina Ihzé, soberana de los Montes Blancos, emperatriz de los duendes y las hadas de la nieve, señora de toda creatura de hielo, hermana del Señor del Oeste, regente del Valhala, hija de la Eón del Agua. Pero la reina Ihzé tiene un corazón cálido, su alma sensible vibra de emoción al contemplar la belleza y la ternura.
En su reino de Imer, donde su voluntad y su poder son tan incólumes como los témpanos sempiternos; en su alcázar de cristal, donde cien hadas le atienden profusamente, pero sin sonreirle, siquiera una vez; no había nada que le conmoviese el corazón. Solo en sus habitaciones, cuando se hallaba recostada en su lecho de piel de mastodonte blanco, los muebles de márfil, sus trajes negros, rojos y dorados, la reina Ihzé podía abandonarse a su máximo deleite. Ahí, escondido entre las inmaculadas pieles que los osos blancos mudan cada año, la meláncolica soberana guardaba sus mayores regalos...
Un día, lejano ya, uno de los duendes guerreros que vigilan la entrada al Gran Templo de la Nieve vio algo que resaltaba entre el suelo blanco. El guerraro se acercó cautelosamente, y observó, una pequeña planta que salía de la nieve, visiblemente cansada, agotada por el esfuerzo de sobrevivir a tan hóstil ambiente. El duende notó que poseía un color distinto al de su armadura dorada, al de la noche que trae el descanso, al gris de la tormenta y al rojo de las llamas. Era un color suave, que, sin saber porque, lo hacía sentirse meláncolico. Por ello el duende se decidió llevar esa curiosidad ante su recién coronada reina.
Cuando la emperatriz de la nieve contemplo aquello que su fiel siervo le mostraba, no pudo contener una minúscula lágrima que se escapó de su ojo, para congelarse en su mejilla. Frente a élla había una diminuta flor color violeta. El recuerdo de su amigo Bdelieros volvió a Ihzé como una rafaga de imágenes y sensaciones como nunca antes en esos años desde que se separaron.
Por primera vez la reina Ihzé se complació de su reino, que tanto había rechazado, que tanto la desesperaba. Ahora, esta tierra, le obsequiaba una flor violeta, nacida entre la nieve. Ihzé lo juzgó como un acto de los Eones que se apiadaban de su soledad. La soberana cerró sus ojos negros y le agradeció a la Madre Tierra, la Pachamama, por tal milagro.
Ihzé ordenó que el duede dejara la flor en el suelo frente a su trono de márfil, luego lo despachó asegurándole que obtendría una buena recompensa por su servicio. Luego ordenó que la dejaran sola. Cuando todos se retiraron, se acercó a la pequeña flor, que yacía en el suelo de marmol como un pajarillo herido. Élla sabía que no podría tocarla, pues se congelaría en un instante en sus manos de hielo, por lo que tomó el cetro de oro, herencia de su hermano, y encerró la flor en un cristal eterno, que ni los dragones del Paraje de la Desolación podrían derretir. Luego ocultó su tesoro para que ninguna de sus hadas lo hallase nunca.
Así, cuando la reina Ihzé se agobiaba con los quehaceres reales, cuando e soberbio e indiferente paisaje de Imer la turbaba, cuando la frialdad de sus hadas y la sequedad de las ceremonias la hastiaban, élla sólo debía encerrarse en sus habitaciones y, fuera del alcance de los curiosos, contemplar sus mayores tesoros: la primera lagrima de su amigo Bdelieros y la única flor violeta que los Montes Blancos le regalaran en una eternidad.
Entonces la soberana del hielo sonreía...
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