El dios Pan era el más risueño de los dioses, su vida inmortal era un casi ininterrumpido goce de placeres, entre el toque de flauta para hacer bailar a los traviesos unicornios, el cantar canciones con Apolo y Orfeo, los juegos y certámenes de puntería con los gemelos Hun Hunaphú e Ixbalanque, sus viajes acompañando a los centauros hasta el Gran Océano, y sus eternos romances con las ninfas de los bosques, de los lagos y de las montañas. Momentos llenos de alegrías, suspiros y risas, rupturas y reencuentros; en definitiva, una vida realmente digna de ser eterna, llena de amigos y amigas.
Entre todos estos compañeros de alegrías, el feliz Pan quería más al menos feliz de sus amigos, el sátiro Bdelieros. Quien vivía prácticamente aislado en su cueva, sin salir para casi nada desde hacia años. El sátiro nunca había sido alguien sociable, pero al menos antes salía una vez al día a recolectar rosas violetas.
Hacía casi cincuenta siglos que Pan fue sorprendido en su eterno jugar con ninfas y unicornios por el viento del Norte, Bóreas, quien llevaba a un agónico y casi congelado Bdelieros. Bóreas le contó a Pan que lo había encontrado moribundo en medio de una tormenta de nieve al interior de las regiones heladas de los Montes Blancos. Bóreas había llegado cumpliendo el mandato de la Eón del Agua que había ordenado la peor ventisca que hubiese azotado a los torturados valles de hielo en décadas. Pero al ver al sátiro lo recordó de ciertos breves encuentros con Pan y las ninfas, así que se apiadó de él y lo rescató, a pesar que Bdelieros repetía en sus delirios que debía seguir, que debía verla.
Pan tomó a su amigo y junto a las ninfas ayudó a su lenta recuperación. Bdelieros se negó rotundamente a hablar del suceso y desde entonces guardaba un silencio perpetuo, ya no salía de su cueva, y había cortado con todo contacto con el mundo, sólo el insistente Pan llega a visitarlo, y no por la hospitalidad con que era recibido, todo lo contrario, lo hacía por esa amistad que sabía sincera.
Así pasaron los años, las décadas, y los siglos, Bdelieros apenas se alimentaba, y cada vez más su condición desmejoraba y, si no hubiera sido por su inmortalidad, la Muerte lo habría llevado muchas veces. Pan buscaba animarlo, con historias, con cuentos de sus aventuras por todo el ensueño, pero a lo único a lo que Bdelieros reaccionaba era a las historias de desamores que Pan había tenido con decenas de ninfas.
Un día Pan entró a la cueva de su amigo, estaba como siempre en esas decenas de años, desordenada, y aunque llena de todo tipo de cosas por todos lados, suelos, paredes, mesas y camas, a pesar de eso la sensación de vacío, de soledad lo llenaba todo y a todos los que entraban. Bdelieros estaba recostado en su cama, estaba famélico, delirando, susurrando una y otra vez: "Señor y Señora, déjenme morir..." y así clamaba a Ometéotl, el Señor Dos, suprema divinidad y poder del Ensueño, los únicos que podrían conceder que un ser destinado a la inmortalidad dejará de existir.
Pan se conmovió hasta las lagrimas, él, quien no conocía la tristeza y cuando la miraba en otros la transformaba rápidamente en sonrisa tímida primero y carcajada abierta después. Puso su velluda mano en su en la huesuda mejilla de su amigo, queriendo transmitirle su vitalidad, su alegría por la vida, Pero no lo lograba, y Bdelieros parecía tener respuestas a su suplica, pues cada momento que pasaba su cuerpo perdía color, sus ojos se nublaban, y su cuerpo se estremecía en espasmos cada vez más prolongados.
Pan empezó también a rogar, a clamar, pidiendo una gracia, saber la razón del dolor infinito de su amigo y conocer el modo de resolverlo. Y Pan se concentró, repitió su plegaria con toda su fuerza, con toda su alma, queriendo superar la fuerza de voluntad que tenía su amigo para morir.
De pronto la habitación se llenó de una luz inefable, intensa pero que no producía ningún malestar, es más, se sentía una tranquilidad, una paz incontestable. Frente a la pareja de amigos, apareció el Ángel Israfel, el ángel triste, con su túnica blanca, sus alas blancas, su laúd de plata, los miró fijamente, y sonrió. Esa sonrisa sincera, pero que provocaba una melancolía, indefinible, pero presente.
El Ángel Israfel hizo un ademán que tranquilizó a Pan y desapareció...
Ihzé, la Reina de los Montes Blancos, se hallaba impasible en su Trono, viendo pasar la guardia de duendes de la nieve, armados con sus espadas de hielo que la saludaban marcialmente, impasiblemente. Las hadas de la nieve se hallaban a sus costados listas a cualquier gesto para servirla ceremoniosamente. De repente todo se detuvo, los duendes se quedaron suspendidos en su marcha, las hadas no se movían y el mismo tiempo no avanzaba. Sólo Ihzé se percataba de esto, pero no se inmutó, sabía que nada podía dañarla en su Reino, así que tampoco reaccionó al ver al Ángel Israfel materializarse frente a su Trono de Hielo.
-Alteza, debe acompañarme -dijo el ángel triste con voz serena y amable pero que a la vez con un tono imperativo- hay alguien a quien debe ver, pronto.
Algo en el corazón frío de Ihzé volvió a la vida. Desde hacía cientos de siglos que no mencionaba, ni pensaba en su niñez, y hasta el recuerdo de su único amigo había terminado de enfriarse en su espíritu. Pero al escuchar las palabras de Israfel supo que Bdelieros la necesitaba. Se levantó, tomó su cetro de hielo, y comenzó a caminar. Todo a su alrededor estaba congelado en el tiempo. Al salir del Palacio de Imer y tocar la nieve de los Montes Blancos se disolvió para luego aparecer frente al jardín de rosas en el que había jugado de niña. Sabía que por mandato de los Eones no podía salir de la región de los hielos eternos ahora que era su Soberana pero también sabía que su amigo la necesitaba. Al dar un paso hacia los jardines sintió como su cuerpo rechazaba el movimiento, pero que inevitablemente su pie tocó las rosas que se congelaron la momento. Ihzé continuó su camino, y pudo sentir y ver como el invierno eterno la acompañaba, la nieve y los vientos fríos la seguían, y por un segundo supo que sus actos perturbarían el orden natural de las cosas, pero en ese mismo segundo desechó la idea porque la única persona que la había amado de verdad (más allá de su madre, la distante y ausente Eón del Agua, o su hermano mayor, el frío Señor del Norte) valía cualquier riesgo.
No sabía el camino, nunca lo había conocido, pero su cuerpo se dirigía inexorablemente hacía un camino determinado, como guiado por una voluntad ajena a la suya.
Al llegar a una cueva sombría atravesó el umbral y se encontró con una estancia iluminada, distinguió a Pan, el dios pastoril, a Israfel, el ángel triste, que guardaban un lecho tibio y suave, donde yacía un viejo sátiro, desgastado, pero en quien pudo reconocer a la luz de su corazón, el único motivo de sonrisas secretas durante sus primeros años como soberana de la Nieve.
No supo en qué momento se halló a la par de su querido amigo, no se enteró cuando los dejaron solos, y hasta después tomo conciencia que sus manos acariciaban el rostro del sátiro sin congelarlo. Bdelieros poco a poco abrió los ojos y al ver a su amiga su alma se disolvió en lagrimas vivas, llenas de alegría y de pena. Se avergonzaba de su estado, de cómo su amiga lo había encontrado, desmejorado y acabado, en los años que se había imaginado este reencuentro siempre lo vio muy distinto, lleno de flores violetas y sonrisas. Pero ahí estaban juntos de nuevo, luego de siglos y siglos de lejanía y soledad, ahí estaban, el sátiro amargado y la niña que conocía los colores.
Ambos se vieron en los ojos del otro y sonrieron, como los niños que son descubiertos en una travesura, como los amantes luego del primer beso, como los ancianos cuando ven a sus nietos, sonrieron desde el fondo de su alma que al fin estaba unificada de nuevo.
Entre todos estos compañeros de alegrías, el feliz Pan quería más al menos feliz de sus amigos, el sátiro Bdelieros. Quien vivía prácticamente aislado en su cueva, sin salir para casi nada desde hacia años. El sátiro nunca había sido alguien sociable, pero al menos antes salía una vez al día a recolectar rosas violetas.
Hacía casi cincuenta siglos que Pan fue sorprendido en su eterno jugar con ninfas y unicornios por el viento del Norte, Bóreas, quien llevaba a un agónico y casi congelado Bdelieros. Bóreas le contó a Pan que lo había encontrado moribundo en medio de una tormenta de nieve al interior de las regiones heladas de los Montes Blancos. Bóreas había llegado cumpliendo el mandato de la Eón del Agua que había ordenado la peor ventisca que hubiese azotado a los torturados valles de hielo en décadas. Pero al ver al sátiro lo recordó de ciertos breves encuentros con Pan y las ninfas, así que se apiadó de él y lo rescató, a pesar que Bdelieros repetía en sus delirios que debía seguir, que debía verla.
Pan tomó a su amigo y junto a las ninfas ayudó a su lenta recuperación. Bdelieros se negó rotundamente a hablar del suceso y desde entonces guardaba un silencio perpetuo, ya no salía de su cueva, y había cortado con todo contacto con el mundo, sólo el insistente Pan llega a visitarlo, y no por la hospitalidad con que era recibido, todo lo contrario, lo hacía por esa amistad que sabía sincera.
Así pasaron los años, las décadas, y los siglos, Bdelieros apenas se alimentaba, y cada vez más su condición desmejoraba y, si no hubiera sido por su inmortalidad, la Muerte lo habría llevado muchas veces. Pan buscaba animarlo, con historias, con cuentos de sus aventuras por todo el ensueño, pero a lo único a lo que Bdelieros reaccionaba era a las historias de desamores que Pan había tenido con decenas de ninfas.
Un día Pan entró a la cueva de su amigo, estaba como siempre en esas decenas de años, desordenada, y aunque llena de todo tipo de cosas por todos lados, suelos, paredes, mesas y camas, a pesar de eso la sensación de vacío, de soledad lo llenaba todo y a todos los que entraban. Bdelieros estaba recostado en su cama, estaba famélico, delirando, susurrando una y otra vez: "Señor y Señora, déjenme morir..." y así clamaba a Ometéotl, el Señor Dos, suprema divinidad y poder del Ensueño, los únicos que podrían conceder que un ser destinado a la inmortalidad dejará de existir.
Pan se conmovió hasta las lagrimas, él, quien no conocía la tristeza y cuando la miraba en otros la transformaba rápidamente en sonrisa tímida primero y carcajada abierta después. Puso su velluda mano en su en la huesuda mejilla de su amigo, queriendo transmitirle su vitalidad, su alegría por la vida, Pero no lo lograba, y Bdelieros parecía tener respuestas a su suplica, pues cada momento que pasaba su cuerpo perdía color, sus ojos se nublaban, y su cuerpo se estremecía en espasmos cada vez más prolongados.
Pan empezó también a rogar, a clamar, pidiendo una gracia, saber la razón del dolor infinito de su amigo y conocer el modo de resolverlo. Y Pan se concentró, repitió su plegaria con toda su fuerza, con toda su alma, queriendo superar la fuerza de voluntad que tenía su amigo para morir.
De pronto la habitación se llenó de una luz inefable, intensa pero que no producía ningún malestar, es más, se sentía una tranquilidad, una paz incontestable. Frente a la pareja de amigos, apareció el Ángel Israfel, el ángel triste, con su túnica blanca, sus alas blancas, su laúd de plata, los miró fijamente, y sonrió. Esa sonrisa sincera, pero que provocaba una melancolía, indefinible, pero presente.
El Ángel Israfel hizo un ademán que tranquilizó a Pan y desapareció...
Ihzé, la Reina de los Montes Blancos, se hallaba impasible en su Trono, viendo pasar la guardia de duendes de la nieve, armados con sus espadas de hielo que la saludaban marcialmente, impasiblemente. Las hadas de la nieve se hallaban a sus costados listas a cualquier gesto para servirla ceremoniosamente. De repente todo se detuvo, los duendes se quedaron suspendidos en su marcha, las hadas no se movían y el mismo tiempo no avanzaba. Sólo Ihzé se percataba de esto, pero no se inmutó, sabía que nada podía dañarla en su Reino, así que tampoco reaccionó al ver al Ángel Israfel materializarse frente a su Trono de Hielo.
-Alteza, debe acompañarme -dijo el ángel triste con voz serena y amable pero que a la vez con un tono imperativo- hay alguien a quien debe ver, pronto.
Algo en el corazón frío de Ihzé volvió a la vida. Desde hacía cientos de siglos que no mencionaba, ni pensaba en su niñez, y hasta el recuerdo de su único amigo había terminado de enfriarse en su espíritu. Pero al escuchar las palabras de Israfel supo que Bdelieros la necesitaba. Se levantó, tomó su cetro de hielo, y comenzó a caminar. Todo a su alrededor estaba congelado en el tiempo. Al salir del Palacio de Imer y tocar la nieve de los Montes Blancos se disolvió para luego aparecer frente al jardín de rosas en el que había jugado de niña. Sabía que por mandato de los Eones no podía salir de la región de los hielos eternos ahora que era su Soberana pero también sabía que su amigo la necesitaba. Al dar un paso hacia los jardines sintió como su cuerpo rechazaba el movimiento, pero que inevitablemente su pie tocó las rosas que se congelaron la momento. Ihzé continuó su camino, y pudo sentir y ver como el invierno eterno la acompañaba, la nieve y los vientos fríos la seguían, y por un segundo supo que sus actos perturbarían el orden natural de las cosas, pero en ese mismo segundo desechó la idea porque la única persona que la había amado de verdad (más allá de su madre, la distante y ausente Eón del Agua, o su hermano mayor, el frío Señor del Norte) valía cualquier riesgo.
No sabía el camino, nunca lo había conocido, pero su cuerpo se dirigía inexorablemente hacía un camino determinado, como guiado por una voluntad ajena a la suya.
Al llegar a una cueva sombría atravesó el umbral y se encontró con una estancia iluminada, distinguió a Pan, el dios pastoril, a Israfel, el ángel triste, que guardaban un lecho tibio y suave, donde yacía un viejo sátiro, desgastado, pero en quien pudo reconocer a la luz de su corazón, el único motivo de sonrisas secretas durante sus primeros años como soberana de la Nieve.
No supo en qué momento se halló a la par de su querido amigo, no se enteró cuando los dejaron solos, y hasta después tomo conciencia que sus manos acariciaban el rostro del sátiro sin congelarlo. Bdelieros poco a poco abrió los ojos y al ver a su amiga su alma se disolvió en lagrimas vivas, llenas de alegría y de pena. Se avergonzaba de su estado, de cómo su amiga lo había encontrado, desmejorado y acabado, en los años que se había imaginado este reencuentro siempre lo vio muy distinto, lleno de flores violetas y sonrisas. Pero ahí estaban juntos de nuevo, luego de siglos y siglos de lejanía y soledad, ahí estaban, el sátiro amargado y la niña que conocía los colores.
Ambos se vieron en los ojos del otro y sonrieron, como los niños que son descubiertos en una travesura, como los amantes luego del primer beso, como los ancianos cuando ven a sus nietos, sonrieron desde el fondo de su alma que al fin estaba unificada de nuevo.
"-¿A que huelen las rosas azules? Dijo un pequeño gnomo con ropa azul y ojos claros y despiertos de curiosidad"
ResponderEliminarIndudablemente huelen a esa mirada eterna e inexorable!!! Excelente...